martes, septiembre 15, 2009

NADA MÁS QUÉ FESTEJAR

Hace 199 años no existía México, algunos querían hacer a un lado a la corona española mientras que la raza de bronce añoraba 300 años sin gobernarse a sí misma. Hoy la nuestra es una nación que, pese a las costumbres, tradiciones y cultura, sigue sin saber quién es, diezmada, sin reconocer su grandeza.

Quizá ya es de siempre que México no pueda elegir por sí mismo su destino, primero a la expectativa de los dioses, que les dijeron dónde vivir y a quién esperar por su regreso. Después la colonia, donde los nacidos en el territorio eran los españoles de segunda y no podían decidir sobre los recursos. Mucho después el partido. Cuando pareciera que tenemos el control de nuestro destino al crear la nación, existen los que pelean por el viejo status y los que buscan establecen un futuro, al final llega Estados Unidos para convertirnos en su patio trasero. Tal vez por eso nuestra historia ha estado plagada de traiciones: Malitzin, Santa Anna, el PRI y los que han contribuido a tantos asesinatos políticos, a expensas de servir a un poder superior que no es el del país entero.

Somos más de cien millones de habitantes, diferentes entre sí y a lo mejor lo único que puede unirnos es el concepto de México: el lugar donde nacimos, los símbolos patrios que nos pertenecen como tatuaje invisible, y el sentimiento de propiedad cuando alguien dice “mexicano”. Pero, fuera de eso, ya no se nos enseña a amar al país y cada vez es más fácil odiar las circunstancias en las que vivimos, donde las diferencias ideológicas, políticas, económicas y sociales, además de la imposición de unas sobre otras, nos está matando.

No creo que nadie recuerde esa carta de Morelos llamada “Sentimientos de la Nación”, donde se canalizan algunas ideas francesas y norteamericanas de libertad con el arraigo a la tierra y la percepción de que nosotros podemos manejar nuestro destino. Hace poco se creía que la democracia era ese camino para dirigirnos a esa prosperidad colectiva que se anhelaba en los primeros años. Hoy sabemos que el voto es sólo un medio y que el camino está plagado de intereses particulares; ideales que se confrontan con los de la nación. El poder de manejar nuestro destino sin dioses, sin yugo territorial y sin partido es muy grande; aún no sabemos qué hacer con él.

Durante este tiempo con vida he visto y reconocido que es natural en nosotros pensar diferente, que es prácticamente imposible juntarnos hacia un fin con intereses tan diversos y que es más tonto aún convencer al otro de que tú tienes razón. Esto debe suceder en cada nación del mundo; sin embargo, entre las diferencias siempre hay una meta que nos une, en este caso debería ser la idea de nación, por eso es importante amarla para conservar y acrecentar su poder; para no venderlo al mejor postor.

No hay mejor manera de amar algo o a alguien; sino conociéndolo. Por eso al seguir viéndonos por el espejo humeante (el que no te devuelve la mirada), pese a la cultura evidente y respirable del mexicano, no podemos ver quiénes somos y mucho menos hacia dónde vamos. Sí, han pasado 199 años de la primera manifestación de libertad en este territorio, lo que desencadenaría el nacimiento de México; a pesar de eso, no hay más qué festejar y en el fondo de nuestro corazón lo sabemos; no mientras existan los pendientes de siempre en el país, no mientras vivamos sin tolerancia y no mientras el ¡Viva México! de cada año suena hueco ante un futuro que se cae a pedazos.

No, no hay nada más qué festejar.

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