Tengo ganas de tocarte, de conquistar tu piel poro a poro, ganas de oler tu cabello por las noches y despertar en tu pecho por las mañanas. Ganas de nadar en primavera dentro de las pupilas de tus ojos. Ganas de que tu aroma sea mi sombra, que me acompañe de forma indivisible y que así como me alejo, tu esencia me regrese a ti.
No puedo evitar sentir ganas de escucharte y hablar contigo todo el día, ganas de que me sueltes palabras suaves al oído. De salir a comer contigo y ganas de ser tu sopa, mejor aún: tu plato fuerte. Ganas de vivir el tu cuello y de probar qué tan sensible es a los besos. Ganas de escuchar las diferentes tesituras de tu voz cuando tu piel y la mía entran en contacto.
Muero de ganas de pasar mi mano por tus piernas blancas, ir hacia tus botas y desabrochar el cierre para dejar tu pie desnudo. Y con esas mismas ganas, pasar el deseo por debajo de tu falda, quitar lo que estorba y volver al origen. Ganas de atarme a ti como el ancla a la roca, como la última esperanza, como el simbionte que se alimenta de organismo invadido, como en el que en la tormenta se aferra a una tabla para sobrevivir.
¿Pero sabes de qué tengo ganas? De un beso, de mezclar sabores, de mordidas, de esa magia que se halla cuando dos personas unen sus labios, de la firma mancomunada de dos sentimientos, de hacerte vibrar con ese acto, de tomar juntos ese boleto sin escalas al cielo. De acariciarte la frente y abrir los ojos para reconocerte.
Las ganas son para saciarse; pero en caso de que no puedan consumarse, siempre se guardan para una mejor ocasión. Así que las guardo para ti, para el momento en que no hay impedimentos, que no haya límites entre nosotros. En ese entonces las ganas dejarán de ser palabras no dichas, acciones no realizadas, sueños frustrados. Entonces sólo seremos tú y yo y, con ello, el mundo será un lugar maravillosamente distinto.
Nos vemos en el futuro.